Mi experiencia profesional y personal me lleva a la convicción de que los hombres y mujeres de nuestro tiempo han adquirido un sentido nuevo y añadido a los tradicionales de los seres humanos. Lo denomino, quizá con cierta discrecionalidad, el octavo sentido y va más allá de los físicos —vista, oído, tacto, gusto, olfato—, más allá, asimismo, del que ha dado en denominarse el sexto —que sería el sentido intuitivo— y también más allá del séptimo que consistiría en la capacidad extrasensorial humana. Ese octavo sentido remitiría a la irrefrenable necesidad de las personas de comunicarse con la finalidad de ser entendidas por las demás y crearse así una entidad propia en el colectivo en el que se desenvuelven.

Se me dirá que la necesidad de comunicación ha sido una constante desde que tenemos noticia del hombre y de su entorno. Cierto. Pero no del todo. Porque los paradigmas de la comunicación interpersonal actuales han alterado sustancialmente los instrumentos de relación tradicional. El octavo sentido de los seres humanos discrimina la verdad de la mentira con una capacidad de discernimiento extraordinaria y constante. Lo hace porque en esta sociedad de la conversación la virtualidad manda sobre la materialidad lo que obliga a agudizar el ingenio.

En este libro desgrano experiencias profesionales con algunos detalles personales que, consideradas individualmente, serían anécdotas pero que en conjunto, creo, arrojan una consideración categórica de un modo de entender la comunicación y también de amar los valores que conlleva. He querido escarbar en los factores éticos de la comunicación porque sin ellos nuestra gestión carecería de grandeza. Esa es la épica de la comunicación: ir construyendo historias que expliquen el mundo a través otras historias de los pequeños mundos de una persona, de una empresa o de una institución y crear así referencias sociales y liderazgos reputacionales. Necesitamos nuevos valores que remiten todos ellos a la seguridad y la confianza.

Y es que solo se ama lo que se conoce y se suele detestar lo que se ignora. Desde ese punto de vista, la comunicación no solo es transformativa, sino también constructiva porque establece la interconexión de conocimientos mutuos que hacen la urdimbre de una auténtica sociedad.

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